Testamento

     En esta ocasión haré mi mejor intento por darme a entender con las visiones que invaden mi mente esta fría mañana citadina, el tipo de amaneceres que se han tornado dolorosamente comunes en mi vida desde hace un par de meses atrás y que siento la necesidad punzante de compartir con alguien más. No espero que usted, mi estimado lector - o lectora-, pueda llegar a comprender el significado detrás de las palabras que plasmo sobre el pálido papel con esta vieja pluma de inmersión que recibí a modo de herencia de mi ya fallecido, y en algún momento muy estimado, abuelo quien en su momento fue un renombrado periodista, filósofo y tal vez algo más. Me disculpo de antemano si llego a darle largas a mi narración con algunos detalles de, tal vez, poco interés para aquel a quien llegan estas palabras. Me veo en la obligación física y mental de intentar desacelerar mi mente para así poder aterrizar efectivamente las fracciones que comprenden mi historia y que fungen como una forma de aquietar mi alma para poder encontrar la forma correcta de contar lo que explicaré a continuación.

Me recuesto en una cama recubierta de distintos tejidos fabricados con algunas de las mejores telas e hilos, aquella que uso a diario para cobijar mi sueño. La misma se compone de una estructura baja, construida delicadamente por expertas manos con maderas de excelente calidad, y un suave colchón que pude importar por los excelentes precios de manufactura con respecto a la calidad que se puede conseguir en el exterior. Cierro mis ojos y me dispongo a entregarme a las dulces redes de Morfeo. Confieso que en la mayoría de las noches desearía que aquel deiforme me suelte y me deje caer en las frías manos del siniestro Tánato antes de seguir siendo víctima de las constantes cacerías que Fobos y Deimos realizan en contra de mi. Lamentablemente y muy a mi pesar no ha ocurrido hasta la fecha de este relato, pero no pierdo la esperanza de algún día acostarme a dormir y que ni el rayo del alba sea capaz de despertarme de mi profundo sueño, ahora hecho eterno. Me acosté aquella noche con la más pura intención de que, al despertar, pudiera dar inicio a mis responsabilidades laborales como ocurre todos los días siendo el siguiente día aquel que fue designado como tributo a Venus por los romanos.  Junto mis párpados, deseando poder quedar dormido lo más pronto posible y que, de tal forma, me sea posible recobrar fuerzas durante el transcurso de la noche tras una extenuante jornada de trabajo durante la cual me encontré con la ingrata sorpresa de estar mucho más ocupado que de costumbre. 

Pasadas unas horas de sueño inquieto una sensación de terrible frío recorre mi cuerpo. La percepción térmica sería comparable sólo a aquella que se sentiría estando en total desnudez en medio de un campo repleto de nieve y hielo, calando hasta lo más profundo de mis huesos. Abro de golpe mis ojos, con el consecuente letargo y desorientación típica del recién despertar, para darme cuenta que a pesar de seguir sobre la misma superficie donde me acosté la noche anterior la cama ya no se encuentra ubicada dentro de la enorme habitación sobre la que ejerzo función de señor y que fue construida en el piso superior de la casa de la que soy dueño. A medida que recobro lentamente mis sentidos lo nublado de mi vista va disminuyendo y voy cayendo en la cuenta de que ahora no estoy ya en estado de inconciencia. Soy capaz de ver que me encuentro en un espacio abierto rodeado de muchas piedras pequeñas, árboles, hojas y arbustos. El paisaje es tal como el de un denso bosque. Resalto el hecho de estar a pocos metros de una vía férrea, ubicada a alrededor de unos diez metros de distancia a mis pies, tan antigua y gastada que a pesar de recibir luz directa no te logra visualizar el más mínimo destello o reflejo. El riel fue construido recorriendo el largo de una gran muralla de piedra que compone la base de lo que parece ser una montaña, con el espacio justo para que los trenes que por él transiten tengan el espacio justo de quedar a uno pocos centímetros de rosar por el costado la formación rocosa. Pienso que sería aterrador ir como pasajero en algún vehículo que esté siempre a punto de chocar mientras el mismo se traslada a alta velocidad. Me siento, atemorizado, en el borde lateral de mi cama y giro de tal forma que pueda visualizar lo que hay detrás para notar que en dirección contraria a la montaña la espesura de la vegetación no me permite ver más allá de unos 10 metros hacia atrás y unos 5 metros a cada lado. Pareciera que los árboles del terreno donde me encuentro hubieran sido arrancados y el suelo acomodado con absoluta precisión sólo para que pudiera yo estar ahí, un rectángulo perfecto y conmigo estando en justo en el centro. 

Me desplazo hasta en el borde inferior de mi lecho intentando comprender o encontrar al menos un indicio sobre qué ha ocurrido para que me encuentre yo en tan ilógica e irreal situación, y tras esforzarme de gran manera durante unos minutos el resultado de mi análisis queda sin frutos. No encuentro una explicación racional para haber caído dormido en un lugar y despertar en otro completamente distinto, menos aún en una ubicación tan distante del punto original ya que cerca a mi casa no hay trenes o bosques que se puedan ver, menos visitar. Aquellos que me trasladaron debieron no sólo sacar la cama del cuarto, sino bajar una considerable cantidad de escalones conmigo aún estando en la cama y haberme trasladado a este punto geográfico con tal quietud y precisión que no fuera posible despertarme y darme cuenta de la jugarreta de la que estaba siendo víctima. La única explicación que llegaría a tener un mínimo sentido sería el haber empleado fármacos o somníferos tan potentes que hubieran durado la incontable cantidad de horas que les habría tomado llevar a cabo tal acción, pero ¿Con qué propósito haría alguien algo de tal magnitud?¿Qué fin último podría haber tenido algún desconocido? Puedo asegurar de que dicho plan podría ser llevado a cabo sólo por un desconocido ya que nadie habita en esa casa más que yo. No soy el tipo de persona que pueda alardear de poseer un variopinto ejército de amigos o conocidos, mi dedicación a la academia y las obligaciones laborales me fuerzan a permanecer aislado la totalidad del tiempo que duro despierto durante el día. 

 Me quedo meditando, tan embebido en mis propios pensamientos, que no doy fe del paso del siempre andante tiempo. Pasados varios minutos pude reaccionar ante el riesgo verdadero que suponía estar en tal situación. Aún vestía, casi que únicamente, la bata púrpura que empleaba de ropa de dormir y la ropa interior que olvidé cambiar la noche anterior por la prisa de conciliar sueño con la mayor prontitud posible. Empiezo a imaginar cientos de escenarios posibles, cada uno más terrible y peligroso que el anterior. Finalmente, casi como un tenebroso aviso enviado por el Señor, siento un temblor en el suelo. Comprendo que algún vehículo se movilizaba en mi dirección a través de los rieles en en el suelo. Las vibraciones que percibía eran muy tenues al principio y su intensidad iba aumentando a ritmo acelerado. Logro percibir un leve movimiento de las piedras del suelo y los trozos de madera, adheridos al suelo con grandes clavos oscurecidos y oxidados por las condiciones ambientales de aquel lugar. Aquel retumbar era cada vez más fuerte, hasta no sólo sentirlo sino ser capaz de escuchar el mecánico movimiento de las ruedas de lo que suena como un enorme y pesado tren que va andando a gran velocidad. Acá, mi estimado amigo -o amiga- es cuando empieza realmente el relato de aquellas manifestaciones que de forma repetida me han atormentado desde hace un tiempo durante el transcurso de cada noche y no le culparía, ni más faltaba, si no encuentra validez o credibilidad en lo que estoy próximo a narrar. El sólo hecho de redactar aquellos acontecimientos me transportan de regreso en memoria y cuerpo a lo que viví no una, sino en repetidas ocasiones. El sonido es cada vez más estremecedor, y es hasta ahora que llega claridad a mi pensamiento que más allá del temor aquello podría ser una forma de poder escapar. Ya se me hacía tarde para dar inicio a mis labores diarias. Siempre he sido fiel creyente, de forma casi religiosa, que aquel que no es capaz de obtener remuneración a través del sudor de su frente carece de derecho alguno a tener pan a diario en su mesa. 

Ideé un plan: tal vez cuando el tren termine de pasar y pueda empezar a recorrer la largura de su recorrido pueda encontrar algún atisbo de civilización para solicitar auxilio para mi persona. Tal vez, incluso, pueda hacer algún tipo de seña con anterioridad para que ya sea el conductor o algún pasajero pueda socorrerme de tan penosa situación. El ruido del tren y la distancia necesaria para frenar podrían llegar a ser un problema pero aquel que no arriesga no gana, siempre lo he dicho ¡Sí, señor! Realizando una serie de cálculos estimando el peso aproximado, el tamaño, la velocidad del tren pude trazar una distancia aproximada. No soy un gran matemático ya me he inclinado siempre más hacia el lado de las ciencias políticas, a disgusto de mi padre quien fue un contador público muy reconocido en su pueblo natal. Aquel obstinado hombre me obligó desde muy temprana edad a tener el cálculo y la física como parte de mis estudios diarios y encuentro curioso que esta fuera la vez primera que ponía aquello en práctica. Confieso que me tomó más tiempo del esperado el poder hacer una predicción más o menos acertada, pero finalmente pude dar en el blanco con un margen de error mínimo.  El tren estaba cerca, lo siento y lo escucho, me preparo con las sábanas y unas cuantas ramas para poder fabricar una bandera improvisada sobre la cual grabé con suciedad las letras "S.O.S". Algo de alegría inunda mi alma, por fin iba a ser libre de esa prisión natural, pero a medida que lo siento más y más cerca mi instinto de supervivencia me indica que algo no anda de forma correcta. 

El aire se empieza a tornar denso a mi alrededor, como si ya no estuviera en estado gaseoso y empezara a pasar a un estado líquido mientras ingresa a mis pulmones. Intento buscar con la mirada algo, cualquier cosa que me pueda ayudar, pero no veo nada a mi al rededor adicional a todo lo que ya he mencionado anteriormente. Respirar es cada vez más difícil. ¿Qué deidad o espectro se opone a prolongar aunque sea un poco la tranquilidad previamente sentida? . Siento cómo me sofoco. Mientras miro hacia arriba intentado abrir mis vías aéreas, reparo en el cielo. El cielo anteriormente estaba tan azul y despejado que, de no ser por mi situación, podría haberse considerado uno de los días más hermosos vividos por cualquiera de los hombres libres, pero de a pocos el mismo se va oscureciendo. No eran nubes de lluvia, tormenta o granizo, esas las conozco bien debido a mis años viviendo en esta ciudad inundada de contaminación -"La segunda Londres"-. El cielo literalmente se estaba tornando negro, tan negro como lo puede ser la más penitente oscuridad, y sólo se podía ver la solitaria luna sin la compañía de las brillantes estrellas que suelen rodearla. La pobre era engullida por el cosmos, dejándola ver en posición de menguante cóncava y que se había teñido de rojo opaco, era similar al color de la sangre seca. La última vez que vi una escala de dicho color fue en el campo de batalla, repartido en el pecho y los brazos de mis camaradas en armas, cuando fui enviado por el Ejército Nacional a combatir por dos años de servicio militar a grupos insurgentes que deseaban hacerse con el control del gobierno hace muchos años ya. Aquel astro perdió su habitual belleza y se mostraba como una gran sonrisa espectral. 

El viento pasaba entre los árboles. El sonido que producía era igual al de una voz inteligible.  El fantasmal coro que cantaba entre las hojas y las ramas tenía inicialmente con un tono tierno similar al que perteneció a mi respetada abuela, que en paz descanse, cuando cantaba en las viejas iglesias de algún país europeo o los templos que se hallaban repartidos a lo largo y ancho de mi corrupta nación. Se sumaron otras voces más graves, casi guturales, y llamaban de muchos lados. Repetían cíclicamente lo mismo. Dos, tres, diez, cincuenta cien más se unieron, sin una fuente real para apuntar como su origen, y se volvían más y más claras cada vez. Llamaban mi nombre. El tono tierno y maternal fue cambiando. Aquel coro infernal no era un canto al Creador como lo solía hacer mi bella y amada abuela, eran cantos fúnebres que anunciaban lo que estaba a punto de acontecer. 

Mientras luchaba y lloraba por recibir un poco de aire, el dolor crecía en mi pecho. Como anunciada por alabanzas emanadas de un coro de ángeles caídos, llegó la bestia mecánica que llevaba ese rato esperando. Llegó con gran estruendo. Las vías se habían bañado en el negro de su revestimiento. Negro el carro principal, negros los vagones, negro el carbón, negro el cielo y negro el humo que sale de mis pulmones con cada calada que doy al condenado cigarrillo después de almorzar. Las ruedas, los ejes, los soportes y cada pieza metálica usada para construcción de aquella monstruosidad chillaban igual a una hiena que acaba de encontrar carroña y que ríe en medio de la sabana a notar que una vez muerta su presa no había forma de que ella pudiera escapar. Aquel maligno aparato estaba vivo y se burlaba de mi sufrimiento. Los vagones pasaban uno detrás del otro dejando ver a sus enfermos y cadavéricos pasajeros mirando por las ventanas. Buscaban entretenimiento y yo era la atracción principal. 

El terror que me llenó me empujó a olvidar por un momento que estaba a punto de desfallecer por la falta de oxígeno en mi cuerpo. La gran cantidad de almas, tales como espectros, que viajaban dentro del dicho tren arecían que habían sido devorados y ahora eran consumidos en su interior, más el éxtasis de su ánimo no les permitía saber que estaban siendo digeridos. Miles de ojos se posaron sobre mi. Múltiples manos se apoyaban en los sucios vidrios como un niño que visita el zoológico y visualiza por vez primera una jirafa. Sombras se movían de un lado a otro, inquietas y aberrantes. A pesar de lo absurdamente rápido que iba el tren yo los podía ver a cada uno de ellos. Sus sonrisas huecas, lo delgadas de sus extremidades, la ausencia de ropa que los vistiera. Estaban cubiertos en su totalidad tanto por costras como por heridas aún abiertas en muñecas, gargantas, sienes, cuellos y costillas. El aire cambió nuevamente, me encontraba ya muy próximo a perecer a causa de la asfixia. El espacio a mis lados se empezó a cerrar, muros invisibles a mi alrededor se cerraban y me aplastaban con extrema furia. Moví mis brazos, apartando de mi lo que fuera que estuviera ejerciendo constricción sobre mi persona y los sentí. Se encontraban en todas las direcciones a mi alrededor. Me rasguñaban la piel de la espalda con horridas uñas desde atrás. Aquellos a mis costados intentaban insertar sus manos en mi caja torácica insertando sus manos entre mis huesos. 

El aire empezó a calentarse hasta volverse insoportable y me vi obligado de despedirme de las pocas vestiduras que llevaba puestas ¿Cómo es esto posible? Los muertos no caminan, no hablan, no respiran y aún así estaban todas estas manifestaciones ocurriendo justo en mi presencia. Noté que a mi al rededor ya no había vegetación, habían sido remplazados por hierro, remaches y cuero viejo. Yo iba adentro de ese tren. Yo estaba entre ellos, viviendo como ellos, andando como ellos, pensando como ellos, muriendo como ellos. Escuchaba sus voces frenéticas festejando que finalmente alguien me había unido al macabro festival. Danzaban en muchas dirección, alguno quedando partidos a la mitad por la fuerza del salto o el impacto al caer. Había fuego dentro del vagón en el que me encontraba. Los asientos estaban desgarrados, algunos incluso habían sido arrancados de sus bases. Algunos de ellos empezaron a apartarse con fuerza para abrir un camino, un pasillo de cadáveres que hacían reverencia a una figura mayor. Un ser alto y robusto, repleto de tanta oscuridad que de su negritud no podía definir contorno alguno en su rostro o cuerpo. Extendió lo que supongo yo debía ser su brazo. El condenado me apuntaba con lo que sería el equivalente a su dedo índice. El espectro no pronunciaba palabra alguna y durante el tiempo que fui señalado la más profunda tristeza se adueñó de mi.

La situación me superó al fin y cerré firmemente mis ojos. El ahogamiento desapareció. Comencé a despegar mis párpados, aún lleno de todas aquellas emociones en mi corazón, y pude notar que estaba de regreso en mi habitación. El sudor me bañaba por completo, la bata y mi ropa interior estaban empapadas como si alguien hubiera vertido un gran balde de agua helada sobre mi cuerpo hacía unos pocos segundos atrás. Mi ritmo cardiaco estaba alarmantemente elevado y con el paso del tiempo se fue equilibrando a la par que descendía la temperatura ambiental. Estaba sentado, pasmado. Tomé un respiro profundo e intenté controlar mi ánimo. No sé cuánto dure en exactamente la misma posición. Una vez pude volver a un estado más normal me levanté y recorrí la casa. Repasé los muros de ladrillo con las yemas de mis dedos. Caminé a la cocina y me serví un poco de leche, comprada la mañana anterior, y me la bebí acompañándola con unas galletas que encontré guardadas en un cajón. Medité en lo que había soñado. Repasé cada cuadro, cada evento y finalmente mencioné en voz alta, sin público que recibiera mis palabras, el hecho de ser la tercera vez que se repetía aquel sueño en la misma semana - décimo séptima en total, a lo largo de dos tortuosos meses- e intenté convencerme del hecho de que todo aquello no era más que un reflejo de mis propios sentimientos y pensamientos. 

Sé que, a pesar de tratar de mostrar siempre una simulación de sonrisa, contar chistes de pésima calidad, para volver más ameno el rato con quien se detenga a dirigirme la palabra, no soy una persona que se pueda considerar realmente feliz. Todo aquello fue una visión que aún no termino de comprender completamente, aquello era una manifestación de mi yo verdadero. No es el yo que muestro en la calle, en la universidad, en mi trabajo, a mis pocos conocidos o a los familiares que aún me quedan con vida. Es el yo que existe y habita por debajo de mi piel. La sombra de aquello que he intentado sepultar durante mucho tiempo y tal parece ser que he fracasado en cumplir dicha misión. Lúgubre imagen de un reo siempre deseoso de escapar de la prisión en la que he tratado de mantenerlo encerrado. No era más que la manifestación más pura de los sentimientos que albergan mi corazón y mi alma, mi esencia y naturaleza. Aquello que anhelo profundamente, más que el amor de una mujer o el consejo de un amigo. Es la materialización onírica de aquello que añoro todos los días desde que me fue otorgado el uso de razón y aprendizaje a la par de mi memoria. Tal vez esté en lo correcto, o tal vez sea momento de hacer a un lado las prisas a las que te obliga el vivir en una gran ciudad y retirarme a vivir tranquilamente en el campo o un bosque, por el cual no pasen vías del tren, por obvias razones.

 Aún me falta mucho por saber, por entender y por aprender sobre el verdadero significado de mi existencia, si ha valido la pena o no, y si ha tenido algún sentido o valor. Mi estimado lector, lectora, amigo, amiga, conocido, conocida, desconocido o desconocida. No espero que entienda usted el significado de lo acá relatado ya que sería como esperar que pueda lograr entender la forma en la que me siento o la forma en la que pienso, más si espero que haya leído mi relato hasta el final y le agradezco que me permita hacer parte de su propia memoria, de ser posible de su alma, ya que una vez este texto sea entregado a usted de forma impresa es muy probable que ya no camine yo en el mundo de los vivos. Ese mundo se lo dejo a usted, y con mi partida deseo que el que usted viva con la mayor de las alegrías, la más pura e inocente felicidad, en mi lugar. Le imploro que por favor se cumpla aquel, mi último deseo. Sepa usted que en este preciso instante tiene en su poder mi última palabra, mi testamento.

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