Uroboros

Escribo estas palabras en una oscura habitación que no pertenece a ningún lugar que me sea conocido y, aunque no puedo ver a nadie a mi lado, sé que lo que habita este viejo edificio no es humano. Solo Dios sabe cómo no he comenzado a sentir hambre, ya que hace días estoy acá. Las voces me lo dicen de manera repetitiva a lo largo de la noche, solo se callan cuando empieza el amanecer. Es en ese período del día cuando se dedican a caminar por habitaciones vacías, buscando algo con lo cual calmar su hambre y saciar su sed. Hablan sin mover sus curvados picos. Sus susurros nadie los comprende, se lamentan eternamente en soledad. Creo que solo yo entiendo lo que sus enfermas gargantas y mentes intentan manifestar mientras imitan pobremente los sonidos de idiomas y lenguas de origen humano. Entiendo cada maldición, cada conjuro. Poseen voces infantiles que dictan fechas, horas, días al azar, que cada tanto avisan la posición del sol y la luna con respecto al resto de los astros, como si de mantras ancestrales se trataran. Su constante llanto me nubla la mente, aunque suenen como tales no son niños. No tienen forma humana, pude ver pelaje y plumas bajo sus oxidadas armaduras. Sus ojos sin párpados son como los de un demonio que sueña sin emociones, clavada en el eterno letargo de su condenada existencia. Puedo escuchar sus sucios pasos en cada pasillo, en cada espacio alrededor mío. Puedo sentir cómo abren puertas y rompen paredes mientras buscan, cazan, desgarran y devoran cosas u otros seres que desconozco. Ya no hago parte de mi mundo, ahora que he sido lanzado a otra dimensión constantemente me siguen, saben que fui más allá de lo que se me tenía permitido. Si lees estas palabras es tarde para mí. Te advierto: has entrado en este mundo corrupto, condenado a la eterna y constante putrefacción, me temo...”.


Hasta ahí llegaba la parte legible, Ducard sintió un frío que escaló por su columna hasta su cuello como un gato que persigue a un pajarito trepando por un árbol hasta la copa, hasta que finalmente lo atrapa. Observó el espacio a su alrededor: paredes descuidadas que llevaban muchos años sin ser limpiadas o pintadas, un piso de madera seca al que le faltaban varios adoquines, enormes ventanales que no permitían ver más allá a causa de la espesa capa de polvo que los cubría. El único mueble en todo el lugar era una robusta mesa de madera de arce lacado con un semiatril donde estaba el grueso libro, abierto justo en la mitad, en el que se podía ver el pasaje anterior, una pluma elegante, una linterna de aceite de tamaño mediano con una llama decente, que era la encargada de proporcionar luz a la habitación, excepto por aquellas porciones a las que la sombra proyectada cubría sin piedad alguna, y algo que parecía ser una suerte de antorcha que había sido encendida unos meses antes de que él entrara por el enorme portón negro que se encontraba exactamente al lado contrario de la mesa anteriormente descrita.


En la esquina derecha, en el suelo, se podía ver el cuerpo de un hombre con apariencia de haber fallecido con el suficiente tiempo atrás como para dejar a la vista algunos tendones secos y un cráneo fracturado. No había nada más que llamara la atención de forma particular, el escenario era como las ruinas de las casas que Ducard había empleado en ocasiones anteriores como escondite o base de operaciones cuando combatía en distintas guerras en tierras extranjeras a su nación.

Siendo veterano de muchas batallas y guerras, él asesinó, saqueó y sobrevivió tras haber sido entrenado por muchos años por distintos soldados de diversos rangos y campos de experiencia. En todo ese tiempo, jamás había conocido el miedo. Dicha palabra, cargada de debilidad, no hacía parte de su soberbio vocabulario.


Se acercó nuevamente al libro para examinar si había algo más que le pudiera significar una pista efectiva para comprender la situación y los eventos ocurridos en ese lugar. El libro era pesado y difícil de levantar, su portada mostraba caracteres desconocidos de alguna lengua muerta e ilustraciones de seres que ningún hombre haya podido documentar hasta la fecha. Acarició el papel y le resultó incómoda su textura al tacto. Las páginas eran gruesas y carentes de flexibilidad, al tratar de pasar a la siguiente daba la impresión de que en cualquier momento llegarían a romperse, pero el efecto era el contrario. Su dureza impedía voltearla lo que dificultaba la labor de recaudación de información y análisis que intentaba efectuar. Observó el breve relato por segunda vez, pero sin leerlo, su enfoque estaba concentrado en la caligrafía, la forma y los materiales. 


“¿Qué es esto? Jamás había conocido este tipo de papel, solo un imbécil de nacimiento emplearía un material tan inútil y poco provechoso para construir un libro. Las letras tienen una caligrafía muy común, me es casi familiar y son de un color muy extraño, entre vino tinto y café. ¿Será posible que esto sea...?”.


Se alejó del libro, sobresaltado, y dio dos pasos atrás. La tinta no era tinta y el papel no era papel. Sangre, hueso y piel eran los materiales empleados para la fabricación de aquel horrible y fascinante artilugio. Ducard recordó de golpe la labor que le había sido encomendada: reconocimiento del territorio y averiguar qué les había ocurrido a los habitantes del pueblo, quienes habían desaparecido durante la noche sin dejar rastro alguno o indicios de su paradero, a pesar de que todas sus pertenencias aún se podían hallar en sus hogares, lo cual había sido usado como fuente para el nombre de la misión: operación El Rapto.


Intentó salir del cuarto para observar el resto de las habitaciones de la mansión a la que había llegado su equipo un par de horas atrás, la cual le pertenecía al alcalde del lugar. Dio media vuelta, pero al acercase a donde antes estaba la salida se percató que, donde solía haber una puerta, había solo pared. Extrañado, recorrió cada muro en la habitación buscando un espacio, por pequeño que fuera, para poder salir y alejarse tan pronto como pudiera de aquel lúgubre lugar. Mas, al no encontrar nada, decidió salir por las ventanas. Pero su plan se derrumbó al darse cuenta de que no solo la puerta se había esfumado, sino también las ventanas.


Tras haber pasado una hora de no haber conseguido éxito, intentó contactar a sus compañeros con la pesada radio que cargaba en el bolsillo frontal-superior-izquierdo de su chaleco, aunque la única respuesta que recibió fue una fuerte estática que impedía cualquier tipo de comunicación, a lo que lanzó maldiciones frustrado. Después de unas cuantas horas más, el cansancio físico se apoderó de su cuerpo, se sentó en el piso y recostó la espalda contra lo que antes era una puerta, quedando frente a la mesa, el libro y la linterna de aceite, que ya empezaba iluminar pobremente el lugar. Intentó usar la radio un centenar de ocasiones más hasta que se quedó sin carga. La lanzó de forma descuidada hacia la esquina donde estaba el cadáver, cuando le pareció escuchar un quejido bajo que le sorprendió, e intentó convencerse a mismo de que había sido un efecto secundario del cansancio y la frustración, una mera alucinación.


Se entregó al sueño. Durmió pensando que, si descansaba un poco, podría recobrar la fuerza mental suficiente para actuar debidamente ante dicha situación, reunirse con su equipo para dar fin la tarea a la que le había enviado, entregar su reporte, y todo aquello se convertiría en un evento más que se sumaría a la extensa lista de relatos que solía contar a los novatos que entrenaba de vez en cuando en la base central. Cuando despertó, sin saber cuánto tiempo había pasado, y si su equipo aún estaba por la zona, la misma oscuridad parcial inundaba el cuarto y se repetía a mismo que por su bien sería mejor que se apresurara, antes de que sus superiores determinaran que debía ser declarado oficialmente como una baja en operaciones o desaparecido en combate. Si alguno de los dos escenarios ocurría, sería igual que ser declarado muerto. Así que, retomó su labor de buscar una forma de salir de la habitación, sin lograr nada. De la misma forma, transcurrió el día, hasta que el agotamiento se apoderó no solo de su cuerpo, sino también de su mente.


Al principio, se esforzaba a diario por dar con una solución que le ayudara a escapar, pero pasados tres días, su energía se agotaba lentamente, hasta no tener casi nada al finalizar la semana. Su vista ya se había acostumbrado a ver con la escasa luz de la linterna, luz que disminuía día a día mientras el aceite se iba consumiendo. Casi se dio por vencido con la idea de salir de allí. Había intentado extender, en la mayor medida, la duración de los pocos recursos que tenía: raciones de dotación, dadas por el ejército a aquellos que iban en misiones extensas. Además, había robado del camión una cantidad considerable antes de partir. La comida estaba tan bien preparada equilibrada que, solo con un par de mordiscos a las barras nutritivas y con solo media lata de embutido, quedaba satisfecho por un par de horas. La comida era la menor de sus preocupaciones. Su mayor problema era el agua, que no iba a durar mucho. Solo tenía dos cantimploras. Una vez bebió su última gota, la desesperación empezó a inundar su ser.


Al finalizar el décimo cuarto día de su encierro, su mirada se había tornado en una lumbrera vacía, debido a la ya casi inexistente luz de la linterna. La llama agonizaba en igual medida a la creciente sensación de abandono en el veterano de guerra. Así transcurrieron un par de días más. La comida y el agua se habían acabado. La desnutrición y la deshidratación eran sus nuevos compañeros de piso. La sensibilidad de sus extremidades y el control que tenía sobre su cuerpo se desvanecían lentamente con cada segundo que pasaba.


Recordó los momentos de batalla, el olor de la sangre y el barro, el calor entre la maleza de un frondoso bosque, la arena entrando por cada orificio en su ropa al estar de misión en el desierto, y la forma en la que había abandonado a dos preciosas niñas con su madre en casa con tal de satisfacer su necesidad de combate y sensación de heroísmo. Contemplaba en su cabeza multitud de escenarios alternativos donde hubiera podido tener una vida tranquila al lado de su esposa y sus hijas, las cuales ya serían mayores de edad en aquel momento. Una tímida y asustadiza lágrima se asomaba por el ventanal árido y polvoroso de sus ojos secos. Sentía que sus momentos finales, la clausura de la historia de su vida, estaban muy próximos.


Cerró los ojos e intentó dormir por una última vez sabiendo que, una vez que lo hiciera, no volvería a despertar. Pero, de repente, algo sonó a su lado. La llama de la linterna aumentó drásticamente de un momento a otro, dejando iluminada la habitación, como si del medio día se tratara. Volteó su mirada, notando que algo o alguien había dejado un plato de cerámica con guisos de exquisitas recetas y agua en abundancia, en el piso junto a él. No preguntó ni dudó, y comió lo que tenía servido entre lágrimas y sollozos. Una vez terminó de comer, sintió cómo su energía y motivación se elevaron lentamente, agradecido profundamente con Dios por tal obsequio.


Esto mismo se repitió en varias ocasiones durante varios días con lo que se vio recuperado casi por completo. Hasta que, en una ocasión, al terminar de comer, el ambiente en el cuarto se tornó pesado, el aire había cambiado. La luz cambió de un color amarillo pálido a un tinte rojo como el atardecer en el campo, a su lado se generó el característico sonido de cuando se llenaba el plato de comida, evento extraño, ya que pasaban unas cuantas horas antes de que este se llenara nuevamente. Al observar el plato, se percató de que estaba lleno de nuevo, pero esta vez con criaturas deformes sin ojos, nariz u orejas, poseedoras de bocas demasiado grandes para su pequeño tamaño, repletas de afilados y torcidos dientes, con las cuales, apoyándose con sus diminutas patas, rompían las sobras de su comida, peleándose entre ellas, llegando incluso a matarse unas a otras. Cada vez que una moría, llegaban más a llevarse sus desgarrados cuerpos a las esquinas donde no llegaba la luz. El sonido que producían, al hacer lo que fuera que hicieren con sus similares, no podría ser descrito por palabras ni por el más perverso autor.


Ducard, horrorizado por tal absurdo espectáculo, en un segundo, con emociones que no conocía tener, estaba de pie pisando con fuerza aquellos seres hasta que no quedó ninguno vivo. Intentó acercarse al que estaba más próximo a él para poder visualizar en detalle los restos de su anatomía, pero tan rápido como habían llegado, desaparecieron. Se esfumaron en el aire como polvo. La luz volvió a ser de un amarillo pálido y ya no había ni plato ni criaturas en el suelo.


Tras varias horas en las que permaneció absorto en sus pensamientos, la temperatura del lugar empezó a subir, tornándose casi insoportable. Hasta que, de repente, una helada brisa recorrió el cuarto, un evento bastante extraño, debido a la falta de ventanas, puertas o ductos de ventilación en el lugar. La llama de la linterna tembló casi como si, irónicamente, fuera capaz de sentir también el frío que invadía la habitación. Ducard abrió los ojos, aterrado, al sentir cómo, de un momento a otro, el papel tapiz de las paredes se rasgaba en pequeños copos, mientras se desprendía de los muros que, en lugar de caer al piso, lentamente ascendían, como si nevara al revés. Buscó una explicación lógica y natural a dicho suceso, que duró, aproximadamente, unos treinta tortuosos segundos. Más no fue capaz de hallarla, principalmente, debido a que su percepción de lo real y lo irreal se tornó en algo prácticamente irrelevante o inexistente.


Cuando terminó de desprenderse el papel tapiz y la pared quedó desnuda ante la atónita mirada del soldado, un fuerte golpe se escuchó, como si un objeto hubiese sido arrojado al piso del nivel superior. Una criatura, cuyo gran tamaño se sentía por el eco que generaban sus pasos, comenzó a moverse afuera de la habitación. Sus pasos eran inicialmente largos y con extensas pausas entre sí, pero conforme se alejaba del cuarto y subía, sus pasos eran más rápidos y erráticos. Sonaban puertas, siendo abiertas de golpe. Madera crujiendo y paredes siendo destrozadas con el golpe de algo que generaba un sonido metálico y agudo. Cuando la criatura se escuchaba lejos, los pasos se multiplicaban como si fuera más de una. Entonces, empezó a escuchar un leve murmullo que se convertía rápidamente en un susurro, casi sollozado. Los golpes, las puertas, los pasos y el sonido gutural de sus apagadas voces iban y venían cada tanto. Hasta que, finalmente, llegó el anochecer. Más no pudo dormir en toda la noche. Con atento oído prestaba atención a los sonidos buscando alguna palabra comprensible o algo que entender. Cosa que no ocurrió.


Pasada la noche, la búsqueda de las criaturas se reanudó. Durante su investigación, sentía cómo pasaban al otro lado de la pared, muy cerca de él. En simultáneo, mientras aquellas monstruosidades cazaban en los alrededores, Ducard buscó nuevamente una salida, o algún indicio de algo que le permitiera salir con prontitud. Intentó mantener el ruido al mínimo, caminando despacio y rezando para que no lo encontraran, a tal punto de que dentro del cuarto lo único que sonaba eran los fuertes latidos de su aterrado corazón. Mientras caminaba se fijó en una de las equinas, donde la luz de la linterna casi no alumbraba. Moviendo el cadáver, se percató de un agujero del tamaño de la cabeza del cuerpo, entre el piso y la pared. Tomó la linterna alumbrando el portal, aunque al otro lado, solo había una oscuridad tan espesa que engullía todo rayo de luz. Acercó más la linterna e intentó meter una mano para palpar una posible ruta de escape o algún elemento contundente que fungiera como arma para su protección. Algo cubierto de pelaje lo rozó y huyó rápidamente.


Se dio cuenta de que un recubrimiento, de características similares al acero, abarcaba ciertas partes del cuerpo de aquel ser. Recogió el brazo por reflejo, y acercó la linterna una vez más para descubrir un redondo ojo amarillo, con una pupila enorme, tan negra como lo puede ser la más profunda oscuridad. Se sumó un ojo más, luego otro, y otro, y otro más, eran cientos de ojos los que lo observaban por aquel agujero, que, al unísono, un grito de muchas voces laceró el espacio. Las criaturas empezaron a correr frenéticamente por las habitaciones y pasillos aledaños, superiores e inferiores a la habitación, con fuertes sonidos, como si intentaran perforar con un taladro las paredes, el techo y el piso. Pasaron un par de días de la misma forma.


Al cabo de un mes y medio, al estar constantemente expuesto a los llantos y las voces, Ducard empezó a acostumbrarse a ellas. Les encontró métrica, ritmo e, incluso, empezaron a tener sentido para él. Se dio cuenta de que llevaba semanas sin comer ni beber agua, más estaba lúcido y con energía. Un sonido grave y simétrico empezó a penetrar el aire. Grabados de extrañas figuras comenzaron a aparecer en las paredes, lo que, en realidad, no le sorprendió, debido a que no era el suceso más extraordinario que había presenciado desde que había entrado en la habitación. Inicialmente eran pocas, pero pronto se multiplicaron por toda la pared cubriéndola. Parecían papel tapiz que cubría nuevamente el concreto y el ladrillo antes descubierto. Una vez los muros estuvieron repletos de marcas, a través del hoyo, una mano con largas garras empezó a arrastrar el cadáver hacia el agujero. Usando afilados picos lo devoraban y arrancaban la poca carne putrefacta que quedaba a medida que halaban del cuerpo. Ducard se aterró al ver dicha escena, terror que crecía con cada mordida. Era la primera vez que esas criaturas interactuaban con algo dentro de la habitación. Intentó permanecer inmóvil, sin hacer ningún ruido, mientras las criaturas ingerían el cadáver. Una vez terminaron con la carne, empezaron a astillar los huesos hasta que no quedó rastro alguno del cuerpo. Lo habían devorado en su totalidad. Se levantó con temor a ser escuchado. Pensó en mover la mesa para tapar el orificio, pero desistió al determinar que la fuerza requerida lo dejaría completamente agotado, sin saber si lograría mover la mesa lo suficiente como para cubrirlo.


Por primera vez en mucho tiempo un silencio sepulcral invadía la habitación. Estando de pie, en el centro del cuarto, se quedó completamente quieto al darse cuenta de que había una presencia a su lado derecho, contra la pared. Un ser de una altura similar a la suya. Podría ser mucho mayor, si no fuera porque tenía la espalda curvada hacia abajo. La robustez impartía era tan anatómicamente imposible como grotesca; su parte superior era demasiado gruesa como para ser soportada por unas piernas tan delgadas, casi esqueléticas. Tenía los ojos grandes, redondos, amarillos, con una pupila enorme en toda la mitad. En vez de manos, tenía cuatro largos dedos que finalizaban en garras similares al hierro oxidado. En su cabeza las largas plumas emulaban una larga cabellera. Su torso y brazos, en las partes donde una pesada armadura no cubría, se veía un deshilachado pelaje de color ocre. La parte inferior estaba cubierta de escamas. Quedó atónito. Ya no quedaba adrenalina en su cuerpo. Finalmente, una de las criaturas había entrado, pero para su sorpresa, aquella aparición no lo atacó. Por el contrario, habló con voz grave y clara:


—Yo... estuve... aquí. —dijo—. No... puedes... salir.


La confusión era evidente en la expresión de su rostro. La criatura empezó a caminar en dirección a él. Su instinto le gritaba que huyera. Pero ¿a dónde? Intentó alejarse de aquel ser. Corrió con prisa en dirección a la mesa. Sus movimientos eran torpes. No podía determinar si se debía al miedo o, en su defecto, a que sabía que sus esfuerzos eran fútiles.


La bestia se detuvo, siguiendo su recorrido con la mirada. Ducard tropezó, tirando la linterna al piso. Acto seguido, la llama de la lámpara se apagó. Se vio sumido en la absoluta oscuridad. Buscó a ciegas la lámpara de aceite, y se hizo una diminuta cortada en las yemas de los dedos índice y corazón con un trozo de vidrio roto. De un golpe, vino a su memoria el recuerdo de la mañana que marcó el inicio de su misión. Buscó los fósforos que le había quitado a Montt, un soldado de rango menor, a modo de broma para evitar que este se fumara su primer cigarrillo del día. Quedaban pocos y, a pesar de que la luz era tenue, fue suficiente para que sintiera que aún tenía alguna oportunidad de defenderse. Recobró la compostura, se puso de pie y buscó aquella monstruosidad. Seguía ahí, mirándolo. Intentó caminar, pero algo lo tomó del pie y cayó con fuerza. En la caída, golpeó su cabeza contra la esquina derecha de la mesa. Perdió la conciencia por un período de tiempo considerable. Soñó con un búho que le arrancaba la carne de los brazos y un cuervo que le arrancaba los ojos.


Despertó. La criatura aún le hacía compañía, inmóvil. Algo había cambiado en él. Todo temor, miedo, emoción o energía había abandonado su cuerpo. Ahora entendía la razón de su encierro. Sabía que su tormento iba a finalizar prontamente. La antorcha, apoyada en la mesa, se encendió. Su llama era fuerte. La puerta y las ventanas estaban de nuevo en su lugar, más el deseo de salir se había extinguido hacía semanas atrás. Con calma levantó la linterna del piso. Ya no estaba rota. Usó uno de los fósforos para encenderla.  La luz era apenas apropiada para iluminar el libro, que ahora estaba en una página en blanco, un nuevo cadáver al lado de la mesa y el resto de la habitación. A pesar de que ya no era necesario, tomó una larga bocanada de aire. Suspiró. Con delicados movimientos, tomándose su tiempo, plasmó todas las ideas que tenía en su cabeza, usando como tinta la sangre que brotaba de la cabeza de aquel desdichado difunto. Cuando terminó, miró en dirección a la criatura. Asintieron al mismo tiempo con un simple movimiento de cabeza. Aquel ser, que otrora fue el símbolo del absurdo, se había convertido en un guía para él. Le tomó de la mano y descendió por el agujero para nunca más volver al mundo natural, a la creación de Dios.


Unos años más tarde alguien entró por la puerta, se acercó al libro extrañado y leyó en voz alta lo que ahí estaba escrito: Escribo estas palabras en una oscura habitación que no pertenece a ningún lugar que me sea conocido y, aunque no puedo ver a nadie a mi lado, que lo que habita este viejo edificio no es humano...”.

Comentarios

  1. Me gusto mucho, es espeluznante y sabes jugar con lo que tienes. Pero trata de jugar mas con el misterio de que es esa cosa que desconocemos y que acecha al protagonista, o al menos eso creo yo. Cuando das pistas poco a poco de que es eso y como luce, vas sumergiendo al espectador en tu mundo. Tambien puede que no sepamos como luce esa criatura y aun asi da miedo por lo que provoca y lo que le hace al protagonista, algo asi como el proyecto de la bruja de Blair de 1999 (perdon, no se me ocurre otra referencia), en donde nunca vemos como es, sino vemos lo que le provoca a los protagonistas mentalmente. Eso por mi parte da mas miedo, una amenaza no identificable y que no podemos ver. El sentirse como una presa. Parte del terror psicologico viene de lo que pueda sentir la persona y transmitirnos eso a sabiendas de que hariamos lo mismo en su situacion, eso es perturbador.
    En fin, a pesar de eso que dije, me gusta mucho esa creatividad que tuviste y me puso de pelos ese hoyo jaja. Reconozco el sello que le quieres dar, es muy bueno y aun asi pienso que puedes mejorar mas y mas.

    Psdt: me pregunto como hubiera sido la historia si huebiera sido narrada en primera persona (desde la perspectiva de Ducard, como un diario o algo).

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  2. Gracias por el comentario. Es un cuento basado en otro que escribí cuando tenía 15. Tendré en cuenta las opiniones para el próximo, ya duré mucho con este y debo progresar. Danke.

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