Infierno

        Me encontraba descansando en un baldío de tamaño reducido, en medio de la diminuta porción de tierra que me fue legada por parte de mi padre hace ya muchos años atrás a modo de herencia. Estaba dentro de la cabaña que fungía como vivienda para mi, la cual me fue dada una vez aquel miserable hombre muriera completamente despedido de su cordura tras la muerte de la mujer que me dio a luz en medio de fuertes dolores, y que me brindó el amor que sólo una madre sabe dar a un hijo enfermo como lo fui yo. Tomaron sólo tres años después de aquel suceso, para que se agotara en su totalidad cualquier rastro de sanidad alguna para aquel pobre desdichado.

Se habían conocido en la finca que perteneció a mi abuelo materno. Él era un trabajador más, mientras ella era la hija de un adinerado y poderoso hombre de negocios que había logrado una gran fortuna manchando sus manos con sangre perteneciente tanto a las reses que vendía en los pueblos vecinos, como de los pueblerinos a quienes cobraba deudas adquiridas tras otorgar préstamos con elevadísimas tasas de interés, rayando en la usura, y que cobraba él mismo acompañado de otros empleados contratados con el único fin de acabar y desaparecer a quienes se atrasaran con los pagos correspondientes trascurrido un plazo de 4 meses.

Ante el temor de ser repudiados por parte de aquel violento hombre, siendo más que obvio el hecho de que él mismo se opondría rotundamente a la relación entre su más amado retoño y el más pobre de sus trabajadores, decidieron escapar una noche nevada, la más fría de diciembre. El plan consistió en huir juntos a una ciudad en desarrollo comercial a varios kilómetros de distancia, donde los trabajos abundaban, aprovechando el estruendo del viento para no ser notados mientras salían de la propiedad protegidos por la furia de la naturaleza y la oscuridad consecuente a la ausencia del sol en el cielo.

Tomando como doble medida de seguridad, contaron con el apoyo de una criada que tenía en gran estima a mi madre. Aquella empleada fue, en buena medida, quien la crió de pequeña y la vio crecer hasta cumplir los 17 años de edad (momento de su vida en el que conoció a mi padre y decidieran juntos escapar). Cabe detallar, que al momento en él que se unieron en aquel clandestino amor mi padre contaba 25 años y mi madre con una belleza exagerada, como pocas mujeres llegan a poseer, siendo dicho atractivo físico inversamente proporcional a su inteligencia. Bajo estas condiciones mi padre fue capaz de amarla aún más de lo que Narciso se amaba a si mismo. Esta trabajadora, la nana de mi madre, era de ascendencia indígena y conocía con bastante experticia las hierbas y flores que habían de mezclarse, con su respectiva cocción, que arrojaban al sueño a cualquier hombre incluso aunque este el tamaño y el vigor de un toro. Una vez todos se hubieren quedado dormidos, se despidieron de la anciana, quien les dio animosamente deseos de éxito y buena fortuna acompañada de algunos alimentos y abrigos para el camino. Una vez finalizados los ritos correspondientes, unas cuantas lágrimas de parte y parte, cruzaron el extenso campo que comprendía la propiedad de mi abuelo para alejarse tanto como estuviera en su capacidad y no regresar pronto. No fueron a buscarlos, y aunque lo hubieran intentado mis padres se encontraban muy lejos ya. Habían conseguido bastante ventaja al rodar por la carretera en el auto robado a uno de los mandaderos contratados para llevar los pedidos de carne a quien los solicitara en los pueblos o pequeñas ciudades aledañas.

Tras fallecer mi abuelo y que ambos pudieran volver a aquel territorio a liquidar la correspondiente sucesión de la herencia, se enteraron que aquella amable y siempre amorosa mujer fue asesinada a golpes por algunos de los ayudantes de mi abuelo, los que siempre estaban presentes para cobrar los préstamos, dos días más tarde cuando la culpa y el miedo la obligó a confesar lo que había hecho. Ninguna justificación de buena fe fue suficiente para evitar la prolongada tortura a la que fue sometida.

Tras divagar un buen periodo de tiempo en la historia que mi padre repetía cíclicamente, como un ritual durante su último mes de vida a las decadentes y manchadas paredes del Asilo Kramp y que que sólo yo era quien ponía atención a su relato, volví a pensar en el testamento frente a mi, firmado y legalizado con el nombre de Leónidas Wald, mismo nombre que llevo yo y compartía con ese pobre anciano. En el documento se me declaraba con entera autoridad y señorío de los terrenos pertenecientes a él. Tomé el papel y lo palpé casi en su totalidad como deseando que se deshiciera o desapareciera cual barato truco de mago de feria. Mi padre falleció al día siguiente, por fin pudo obtener el descanso que necesitaba desde hacía tanto tiempo ya.

Llevaba ya tiempo viviendo con mi esposa en la deshecha cabaña que mencioné al principio, con esperanza de podernos marchar de aquel despreciable lugar para vivir en algún sitio que fuera más sencillo de mantener. Incluso llegamos a considerar aprender nuevos oficios: la carpintería por mi parte y ella adoptar el arte de la costurería. Todos nuestros planes se gestaban a tenor de obtener algunos ingresos, por pequeños que fueran, para poder sostenernos a nosotros y lograr ahorrar una cantidad decente. Queríamos estar siempre preparados para la llegada de un inesperado hijo, en el caso de que este se llegara a presentar sin previo aviso. Siempre imaginamos que todo lo que componía la herencia quedaría a nombre de mi hermano, pero él mismo había fallecido tres meses atrás al retar a un duelo por honor a un conocido, evento acontecido tras perder una apuesta en un bar local. Aparentemente las balas calibre 32 son más rápidas que la hoja de un machete por más afilado que éste se encuentre.

Recaía sobre mi la carga de la responsabilidad adquirida cuando acepté el documento, el cual estipulaba las reglas sobre cómo me debían ser entregadas las posesiones de mi padre y cómo habría yo de administrarlas durante el tiempo que me quedara de vida o pudiera dejarlos a un posible heredero. De no cumplir con las normas que se establecían todo aquello quedaría como donación al Estado para su explotación. Decidimos mudarnos a la casa principal, trabajar un poco los cultivos por mano propia con conocimientos mínimos de cómo hacerlo y, más adelante, contratar a unos cuantos jóvenes negros de brazos fuertes y anchas espaldas para que los mismos nos brindaran apoyo con respecto a la titánica obra que nos esperaba. Sobra decir que 15 años más tarde aún no lo habíamos logrado. Ya no éramos tan jóvenes como aquellos a quienes deseábamos poner a trabajar con la esperanza de que, eventualmente, pudiéramos desentendernos completamente de ello y dedicarnos a disfrutar en nuestra vejez.

Como es natural de toda convivencia, el compartir todos los días con mi esposa no era un constante y apasionado romance pero, aunque habían conflictos y rencillas, teníamos pactado dejar de lado toda tormenta emocional y compartir, al menos ,la cena de la manera más pacíficamente posible sin conversar sobre temas económicos o particulares a nuestra relación. Cada 8 de 10 peleas se solucionaban de esa forma y las que no simplemente quedaban olvidadas antes del amanecer. El dinero faltaba con mucha más frecuencia de lo que me siento cómodo de admitir, mas el interés en permanecer juntos no llegó a mermar. Así fue durante varios soles con sus respectivas lunas mientras se marcaba el paso de las estaciones. Eso pensaba yo hasta que llegó un terrible invierno, cuando los años habían pasado, y la constante decepción caló hasta lo más profundo de nuestra voluntad. Algo que no podía identificar claramente se había quebrado en lo más profundo, una fractura en el alma que no se atendió a tiempo y lo poco que llegó a curar lo hizo mal, torcido.

Los constantes golpes de la dura vida que habíamos escogido, la falta de capital para sostenernos de manera digna e, incluso, las constantes muertes de aquellos morenos hombres que nos ayudaban hasta dónde podían se habían tornado constantes al no poder mantener económicamente una alimentación correcta para ellos. Nos era completamente imposible el poder contratar servicios médicos para tratar efectivamente la fiebre tras una terrible infección en uno o los sangrados profusos en otros por las fallas que presentaban las herramientas que empleaban dado su pésima calidad de construcción. Todo aquello terminó minando nuestra fe en un futuro mejor, conllevando a discusiones cada vez más grandes y ruidosas. Ni el pacto previo, de solucionar dichas situaciones una vez llegara la noche, lograban aliviar la tensión y rencor que lentamente se iba construyendo entre nosotros. Nos alejamos al punto de simplemente actuar como si el otro no estuviera presente en la casa. Limitábamos el contacto entre nosotros a lo estrictamente necesario sin involucrarnos mucho en las decisiones del otro. Nos convertimos en el fantasma de nuestro pasado y cada uno fue, para el otro, como un espectro que sabes que vive en tu casa y prefieres evitar invocar para no llamar al infortunio.

La discusión más fuerte fue un 29 de diciembre donde, tras describirla a base de las palabras más vulgares que he llegado a pronunciar en la totalidad de mi vida, arremetió con una bofetada que plantó en mi rostro y tras la cual la luz casi se apagó en mis ojos. Por poco y no relato los eventos ocurridos esa noche ya que, aunque no morí, perdí el conocimiento durante un determinado periodo de tiempo estando sumido en una profunda oscuridad. La condenada no era buena para trabajar el campo, no sobresalía por tener muchas habilidades físicas que superaran su capacidades mentales, pero de tanto intentarlo había adquirido una inhumana fuerza que no se encuentra de forma natural en el frágil cuerpo de una mujer de su corta estatura y delgada contextura.

Recobré la conciencia a las pocas horas, intentando recordar qué había ocurrido. Me vi impactado por la musculatura que ella había adquirido tras años de trabajo duro en los maizales, en contraste a cómo me había deteriorado yo al preferir que comiera ella en mi lugar, con excusas de no tener hambre o encontrarme enfermo del estómago, cuando llegaban las crisis económicas. Con congoja quiero comentarles que no eran pocas las sequías, el hurto a nuestros cultivos y la pérdida de interés de los habitantes del pueblo en nuestros productos al preferir lo que trían granjeros con mayor poder adquisitivo al nuestro. Era lógico que estuviera yo a pocos estadios de la desnutrición. Mi vigor se esfumaba con los días y las horas. Aún a día de hoy la atrofia obtenida en mis músculos y articulaciones, producto de la desnutrición de aquella época, es notable: mis manos tiemblan aunque las tenga completamente quietas, mis piernas se cansan al estar de pie por más de un minuto, y el cansancio se apodera de mi de forma repentina e inesperada obligándome a tomar reposo tan pronto como me sea posible si no quiero caer al suelo.

Después de la bofetada, ella salió de la habitación y me dijo que no la molestara y que no me quería ver en ese momento. Me quedé tendido en el suelo, intentando recobrar el aliento para poder salir a trabajar nuevamente, despejar la mente y no permitir que la humillación sentida en aquel momento cobrara control de mi cuerpo y terminara cometiendo algún pecado del que me arrepentiría más tarde.

El día siguiente transcurrió entero sin que recibiera yo noticia alguna de ella. Tomé algo de dinero que había en la casa, escondido torpemente dentro de uno de los tantos y vacíos floreros repartidos por la sala de estar. Decidí ir al pueblo por uno o dos tragos en la cantina local. Una criada joven y bastante atractiva me preguntó qué iba a beber, le respondí que cualquier cosa y me trajo un whisky con dos enormes hielos. Me hizo recordar a mi padre quejándose de la gente que prefiere un trago así, no lo consideraba digno de un "hombre de verdad". Lo bebí lento, disfrutando cada nota de sabor y la posterior sensación de calor bajando por mi garganta con cada sorbo. Terminé mi bebida y la misma criada me preguntó si iba a beber algo más, le pedí que me trajera otro vaso de licor con el cual repetí los mismos pasos que con el primero. Viendo que mi ánimo comenzaba a levantarse pedí otro, luego otro, luego otro y luego otro. Decidí volver a mi casa al verme bastante mareado, ebrio, y sin un sólo rastro dinero en mis bolsillos. Deseo aclarar que no soy una persona cercana al gusto por el licor, esa noche simplemente me apeteció.

Una vez en casa me recibió mi esposa con la expresión de decepción más marcada que he visto en toda mi vida. No lo creía posible, pero la vida me demostró que si una mujer busca razones motivos de los cuales pegarse para ahondar más en el conflicto lo hará sin dudarlo. Sus primeras palabras fueron una pregunta bastante seria: ¿Qué pasó con el dinero que se había apartado para mandar a reparar el tractor?. Respondí que no sabía, que si tan bien lo había resguardado ella era quien debería tener presente la ubicación del efectivo. Era ella la encargada de administrar los prácticamente nulos recursos monetarios que nos quedaban. Como ya era costumbre, una fuerte discusión empezó entre los dos. Las palabras comenzaron a subir de tono, las voces comenzaron a subir de volumen y creo que finalmente la discordia, sumada al alcohol, terminó por dar fin al poco afecto que quedaba entre ambos. En determinado momento decidí callar y bajar la mirada. Escuché sus gritos, más no puse atención a lo que decían. Simplemente me cerré a sus palabras y no la quise escuchar más.

Con mis ojos clavados en la madera del piso noté lo deteriorada que estaba ya. Tantos años siendo gastada por el caminar constante con las pesadas botas de trabajo de aquellos que pasábamos por ahí a diario. Pensé en cómo nunca llegamos a tener hijos y dudé si alguno de los dos era estéril, o si ella se había encargado de detener su gestación en más de una ocasión sin haberme dado noticia de ello. Igual, aunque hubiera nacido un bebé en nuestra casa, sólo estaría condenado la miseria y la pobreza. Incluso, tal vez, hubiera llegado a morir a los pocos meses debido a la falta de alimento. Recordé muchas cosas de mi vida, las decisiones tomadas, los caminos andados, los trabajos hechos y principalmente en los errores cometidos de mi pasado.

Sus gritos dejaron de sonar como tal y pasaron a ser un eco sin sentido. Se tornaron en el murmullo proferido por un ancho vacío, aquel fondo negro al que siempre tuve temor de mirar. Estando embebido en mis pensamientos sentí un repentino cambio en el aire. Pasados unos dos minutos, en medio de un disparo de adrenalina, levanté rápidamente la mirada. Como si de un sexto, séptimo o vigésimo sentido se tratara, pude percibir la amenaza que sobre mi se ceñía. Ahí estaba ella dirigiéndose, en dirección a mi pisando tan fuerte que se podía sentir el suelo retumbar. Andaba con andar pesado, balanceando su cuerpo para contrarrestar el peso de algo que estaba cargando. Noté en su mano la vieja hacha oxidada que usábamos para cortar la leña que usábamos para cocinar y mantener algo de calor en lo duros y largos inviernos que azotaban al final de año.

Levanté la mano para defenderme del hacha mientras ella la abanicaba en mi dirección. En un momento tenía dedos índice y medio en mi mano izquierda y al siguiente ya no. Retrocedí con velocidad, mientras la espesa y negra sangre emanaba de los muñones de mi extremidad. No había tiempo de pensar en el punzante dolor, la supervivencia era prioridad. Levantó el hacha y la dejó caer nuevamente, falló. Lo intentó una vez más, volvió a fallar. Tres, cuatro y cinco movimientos más que, con extremo terror, logré esquivar. Intentó levantar el hacha una vez más, ya no me quedaba casi energía, y aunque no logró darme con el filo, la hoja golpeó fuertemente mi cabeza de un planazo. El aturdimiento se adueñó de mis sentidos, y en medio de la confusión logré distinguir el sonido del acero golpeando el suelo muy cerca de mi pie. El agotamiento físico empezó a crecer en los dos. A ella se le empezaba a dificultar empuñar el mango de madera, así que intenté recuperarme tan pronto como me fuera posible y con torpeza y desgano logré empujarla para alejarla. Intenté levantarme con prontitud para poder escapar de la macabra escena, pero ella volvió a arremeter contra mi inmediatamente como un gato que reacciona ante su presa.

La tomé por el cabello con mi mano derecha y la sacudí con firmeza. Ella lanzaba arañazos al aire. Dos de ellos me alcanzaron, uno al cuello y uno a la cara, pero las heridas no fueron demasiado profundas. Halé hacia atrás mientras aún la tenía agarrada, bajé la mano y logré acomodar su rostro al nivel de mi rodilla. Le di un un fuerte golpe en la nariz tras lo cual cayó al suelo. Pensé en que me había salvado, creí que estaba inconsciente, pero comenzó a mover lentamente los brazos intentando levantarse. En ese momento me di cuenta realmente de lo que estaba pasando: aquella desgraciada intentaba descargar su malestar contra mi acabando con mi vida. Una ira incontrolable me embriagó y cada vez que intentó levantarse, la obligué a bajar nuevamente dando patadas a sus manos cuando lograba apoyarlas en alguna sección de la superficie en la que se encontraba. Ella estaba muy débil por la caída inicial y era notable que no lograría combatir por más tiempo. Ignoro por completo si en ese momento el aturdimiento le permitía sentir dolor alguno. No sé si fue por el cansancio, el enojo, el licor o la desnutrición pero poco a poco mi visión se nubló. De ser todo claro paso a blanco, luego a gris y finalmente a negro.

Abrí los ojos exaltado, y noté que había una multitud de gente en la casa. Eran tan pálidos que se asemejaban a fantasmas. Había tanto hombres como mujeres, más que todo seres de género masculino, y me contaban de tiempos pasados que supuestamente habíamos compartido. Al pasar al lado de algunos me di cuenta que había un hueco rectangular en el suelo de la sala de más o menos dos metros de profundidad y lo suficientemente ancho como para una persona adulta. Un chico, que me resultaba algo familiar pero que no lograba reconocer, me hablaba sobre morir a los 27 años de edad tal como me había prometido. Estando aturdido y confundido por la extraña situación sentí un leve temor bajando por mi espalda. Me sentía observado con ojos cargados de terrible juicio. Por más que me esforzara no lograba saber quién era aquel vigilante que me hacía caza.

De un momento a otro todos los asistentes hincaron rodilla y empezaron a murmurar algo en una lengua que no conocía. El sonido que eso generaba era tan terrible que no creo que hayan palabras en ninguna lengua que puedan describir la opresión que rodeaba el escenario. Por las escaleras bajó una mujer con un vestido largo y negro, sombrero de ala ancha y un velo fúnebre igual al que había usado mi esposa en el funeral de mi padre. La mujer clavó su mirada en mi, aunque tenía velo sabía que me miraba. Se acercó lentamente hacia la dirección en la que me encontraba yo. Su andar era ligero, hasta cierto punto parecía ser que levitaba por el espacio. Una vez estuvo a aproximadamente unos 2 metros de mi, se detuvo y se unió al murmullo del ritual por uno o dos minutos. Levantó una delgada mano, dedos extendidos hacia arriba y el pulgar presionando la palma de su mano, y un silencio sepulcral ocupó el ambiente. No tenía piel, la carne había desaparecido. Sólo se veía en la extensión de su brazo huesos amarillos y podridos.

Una vez callaron todos la mujer salió por la puerta de la entrada y la reunión continuó por más tiempo del que me hubiera gustado soportar. Una vez finalizado el canto comunal, las personas presentes siguieron hablando casi ignorando todo lo ocurrido anteriormente. Me senté ese rato sólo, pensando en cuánto me dolía la cabeza y en mi gran deseo que la multitud se fuera y abandonara mi hogar. No los había invitado a pasar, no sabía quienes eran. Me fijé en un punto de la puerta donde había algo clavado. Me acerqué y vi que era un cuchillo de la cocina, uno que se había perdido hacía unas semanas atrás y que había sido encontrado entre el marco de la cama y el colchón, del lado en el que solía dormir mi esposa. Al preguntarle sobre el por qué aquel objeto estaba ahí justificó la reubicación del utensilio excusándose en un repentino deseo de comer manzanas y que, debido al cansancio, dejó ahí por falta de voluntad para devolverlo a su lugar original olvidando, supuestamente, que se encontraba ahí al rato de haberlo dejado. Ahora que lo pienso, creo que ella le tenía otro fin que nunca se había atrevido a completar. Lo saqué de la madera, moviéndolo y retorciéndolo.

Una vez logré retirar el acero de la madera, una fina hilera de sangre comenzó a brotar del hueco restante. Impresionado por lo que estaba viendo retrocedí cuatro pasos hacia atrás y cuando giré mi mirada en dirección al gentío, con intención de preguntar quién había sido aquel que se había atrevido a dañar mi propiedad, noté que la mujer estaba frente a mi. Noté que debajo del velo no había un rostro, sólo había un cráneo que chasqueaba los dientes. La malnacida se reía de mi.

Salí corriendo lo más rápido que pude en dirección a la cocina, donde sabía que había otra puerta que daba acceso al exterior del recinto. Evadí a cada uno de los que se intentaron poner en mi camino, no quería ver a ninguno de ellos directamente a sus desfigurados y antinaturales rostros. Al llegar a mi destino noté que estaba repleta de chatarra vieja y oxidada inundándola por completo. A pesar del terror que aquello me causaba, di un giro rápido para ir a prisa en la dirección contraria y llegar a la puerta de entrada, temiendo que aquel mar de personas se interpusieran en mi camino para detenerme, capturarme o extender aquella tortura. Para mi sorpresa ya no se veía a nadie. El lugar estaba completamente desocupado de personas y muebles. Sólo era una gran sala vacía. Caminé con cautela hacía la puerta principal. La madera crujía bajo mis pies, la suela de mis zapatos generaba sonidos graves con cada paso y recordé que en el cobertizo se encontraba un auto al que no se le daba uso desde hacía una década pero que tal vez podría ser funcional. Mi meta era salir, tomar el vehículo y alejarme tan rápido como me fuera físicamente posible de la casa y de todo lo acontecido en ella.

Al atravesar la puerta de la entrada desperté. Todo en mi sala conservaba el aspecto que tenía antes de tener tan terrible visión: muebles empolvados, trastes sucios en el lavaplatos, herramientas de trabajo en una de las esquinas, los floreros vacíos repartidos por toda la sala de estar, la puerta de la entrada con una gran mancha de sangre y mi esposa tirada en el suelo con el hacha aún clavada en su cabeza.

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